Porque lo importante es compartirlo

Es lunes. Suena el despertador porque una vez más hay que madrugar para ir a trabajar. De nuevo maldices el día que Dios creó los lunes. Tienes sueño, estás cansado y estas demasiado calentito en la cama como para sacar si quiera un pie. Pero toca hacerlo. Y lo consigues. Y de pronto miras el calendario y te das cuenta de que no es un lunes cualquiera. Hoy hay algo en lo que pensar, por lo que ilusionarse y compartir. Es 22 de diciembre.

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Los niños de San Ildefonso están preparados con sus trajes de niños buenos y calentando sus gargantas para cantar. Todo está listo desde primera hora de la mañana. Las bolas en los bombos, la gente entrando en la sala. Un año más se celebra el sorteo de Navidad. Televisión Española lo retrasmite desde el minuto uno. Su audiencia este día consigue un pico importante (todos en algún momento encendemos la tele).

Llevas semanas hablando de la lotería, comprándola y haciendo planes, por si este año, por fin, te llevas El Gordo. Te has gastado un dineral que posiblemente no recuperes, porque la Lotería de Navidad es de la que más se compra, pero la que menos toca también. La participación del equipo de fútbol de los niños, el décimo con la familia, con los amigos de toda la vida, el del trabajo… Lo importante es tener de todos, no vaya a ser que le toque al de al lado y tú te quedes sin nada.

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No sabes muy bien qué números llevas pero las bolas y los premios se empiezan a cantar. Lo último que se pierde es la esperanza, con lo que quieres que El Gordo salga lo más tarde posible. Aparecen algunos segundos y terceros premios, y por un lado te alegras de que no sean tú número, porque aún puede haber premio mayor. Ya empiezas a “whatsapear” a la gente, para ver si a alguien ya le ha caído algo, mientras sueñas con que esta vez seas tú el que descorche la botella de champán a las puertas de la administración correspondiente.

Y de pronto llega el afortunado. Uno de los niños de San Ildefonso dice un número, al otro se le iluminan los ojos mientras se prepara para decir “¡¡¡4 millones de euroooooos!!!”. Ya está. No importa lo que quede después, ya todo el mundo hablará de ese número. Unos pocos serán los afortunados mientras que el resto pensamos que otro año será.

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Los telediarios abren con la noticia, en los pasillos de la oficina ya solo se habla de eso y en los grupos de WathsApp más de lo mismo. Otro año que te quedas sin nada (o como mucho, alguna pedrea). Una vez más te prometes que es la última vez que te gastas tal dineral en lotería, “total ¿para qué?, si no toca nunca”.

Antes de decir lo que estás pensando sabes que no lo cumplirás. El año que viene pasará lo mismo, y volverás a comprar Lotería de Navidad. Porque dicen que lo importante es compartirlo ¿no?

La parada del bus

El otro día vi como el autobús pasaba delante de mis narices sin tener opción a correr y llegar a él a tiempo. No cargada con el bolso, el ordenador portátil (no sé quién inventó ese nombre) y botas de tacón. Total, que desde el primer momento asumí que llegaría tarde al trabajo (solo diez minutos, pero para mí eso es tarde). Podría decirse que no empecé bien el día, pero sin embargo, este hecho me hizo reencontrarme con alguien a quien hacía mucho tiempo que no veía, y fue una grata sorpresa. Al ocurrir esto en la parada del bus no pudimos alargar mucho (como a mí me gusta) la conversación – el siguiente bus ya sí que no lo podía perder – pero pudimos ponernos un poco al día y prometernos que nos veríamos pronto.

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He llegado hasta a compartir pupitre con esta persona en mi época de adolescencia y aunque no lo hacíamos ya en la universidad, sí estudiábamos bajo el techo de la misma facultad. Pero nuestros caminos poco a poco se fueron separando. Nuestros gustos, aspiraciones en la vida, nuestras rutinas… hicieron que de vernos casi a diario pasáramos a hacerlo de vez en cuando hasta llegar el punto de pasar meses sin cruzarnos. Y como la última vez, estos encuentros siempre ocurrían en la parada del bus. Un lugar efímero, donde pasamos solo unos minutos esperando a quien nos llevará hasta nuestro próximo destino; con otra gente, con otra vida.

Éramos buenas amigas, muy diferentes por fuera y por dentro, pero había algo que nos unía. Hemos reído mucho juntas, tenemos historias para recordar siempre y aunque nunca hemos sido íntimas, ha habido cariño entre nosotras. No nos llamamos, ni nos escribimos, pero ambas nos alegramos de vernos cada vez que lo hacemos. Y es que hay relaciones que son así. Simples, sin complicaciones; pero buenas.

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Dije al principio que hablamos de vernos y ponernos al día tranquilamente… no sé si lo cumpliremos, porque no es la primera vez que lo decimos, pero al menos, sé que siempre nos quedará la parada del bus.

A los 25

Visto fríamente es un cuarto de siglo, un matrimonio consolidado o un motivo de burla (siempre hay un gracioso que la suelta, sí). Pero más allá de eso, 25 años dan para mucho. Desde nacer, crecer, madurar y hasta empezar a creer que uno se va haciendo mayor.

A los 25 aún te acuerdas, como si hubiera sido ayer, de quién era tu amigo de la infancia y cómo te peleabas con tus hermanos por acaparar el mando de la televisión, o el juguete de moda de esa semana. Recuerdas todas las canciones de Disney, y las performance que montabas, así como el primer tortazo que te dio tu padre.

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Aún te parece cercano el cambio del colegio al instituto (eso sí que era un cambio en toda regla) y aún te cuesta asumir que hasta la época de la universidad ha llegado a su fin. A los 25 las resacas se hacen más largas y las fiestas más cortas. Más bien menos continuas. Tampoco hace ya falta inmortalizar gráficamente todo momento y compartirlo en el ya olvidado Tuenti.

A los 25 empiezas a echar de menos las absurdas aspiraciones que tenías a los 18 y te ríes de cuando contabas los días para llegar a la mayoría de edad. A los 25 empiezas a alegrarte de que te echen unos cuantos años de menos y no sabes muy bien en que bares/discotecas te toca alternar.  A estas alturas ya no hay que darle importancia al qué dirán y no te riges por esas leyes no escritas (pero que había que cumplir) de qué se lleva y/o hace y que no, tan vital en tu época de la edad del pavo.

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A los veinticinco ya empiezas a sorprenderte de cómo crecen de rápido las cuatro o cinco generaciones posteriores a la tuya y hablas de ellos como si ya fueran generación perdida.  Te sorprenden sus formas de mirarte por encima del hombro y hasta cómo su lenguaje ha degenerado mientras tú empiezas a cuidar el tuyo. Hasta por Whatsapp procuras no cometer faltas de ortografía ni pasarte con las abreviaturas.

A los veinticinco seguramente ya te hayas enamorado, o al menos tú estás convencido de ello. También hay muchas posibilidades de que te hayan, o hayas, roto algún que otro corazón. Incluso a los 25 ya te crees con poder de dar consejos sobre estos temas y mirar hacia tu adolescencia, cuando creías haber encontrado el amor de tu vida, y burlarte de todo lo que hiciste y dijiste por aquella persona.

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A los 25 ya has pasado por el dilema de qué hago con mi vida. Te habrás enfrentado a más de una entrevista de trabajo y sabrás lo que significa que te den con la puerta en las narices. Puede que hasta más de una o dos veces.

Seguramente, has vivido en más de un lugar y país, aunque sea por poco tiempo. Ya sea durante ese verano que tus padres te mandaron a Irlanda en contra de tu voluntad (pero que les agradecerás eternamente), o a Estados Unidos para cursar alguno de los últimos años del instituto. O mejor aún, durante ese Erasmus que cambió tu vida. También has podido formar parte de la fuga de cerebros, tan de moda últimamente pero que en cierta forma siempre ha existido.

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A los 25 ya te habrás sacado el carné de conducir (ya sea a la primera o a la quinta), y le has dado algún que otro golpecillo al coche de tus padres; habrás perdido a más de un ser querido, y ya contarás con tu tarjeta, al menos, de débito. Habrás acudido a unas cuantas bodas, puede que incluso de amigos, y se te habrá pasado por la cabeza lo que significaría ser padre.

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A los 25 te preguntas si en el próximo cuarto de siglo llegarás a vivir tanto.

Vamos a contar verdades

Todos queremos que nos digan la verdad. Y a la cara. Las puñaladas por la espalda siempre las hacen otros, y nunca somos de criticar. ¡Ja! Las cosas se arreglan hablando, porque es la mejor forma de poner las cartas sobre la mesa y jugarlas de una manera limpia, sin tapujos ni engaños. Bla bla bla bla…

Estoy cansada de hipocresías. El que diga que nunca habla mal de alguien cercano miente. El que considere a todos sus amigos por igual miente (o no los tiene de verdad). El que diga que no hay nadie, de su entorno, a quien no soporte, miente. Y es así, y tampoco pasa nada. O al menos no tanto como para que se caiga el mundo.

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Admitámoslo de una vez. Los amigos de verdad se cuentan con los dedos de una mano y suele sobrarnos alguno. Pero eso no es malo. Simplemente hay muy pocas personas en el mundo con las que se congeniará a la perfección, porque todos somos distintos, con valores y formas de actuar diferentes, y encontrar gente con la que complementarse y mirar hacia el mismo lado es complicado. Y ahí está el mérito y la recompensa; en que cuando se encuentra, ves que el esfuerzo a merecido la pena.

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Ahora bien, el tener pocos “muy buenos amigos” no quita para que haya otras personas importantes en tu vida, con las que sales, te diviertes y hasta compartes tus problemas. Pero no es lo mismo, porque a ellas no acudirás a las tres de la mañana porque has perdido las llaves (o algo peor) tras una noche de locura y desenfreno. No entrarás en su casa como si fuera la tuya y pondrás los pies encima de la mesa, ni llamarás a su madre para aliarte con ella y montar a esa amiga/o la fiesta sorpresa más alucinante. Y no hay que pretender negarlo, ni pensar que algún día sí sucederá todo esto.

Cada uno tenemos un lugar en el mundo y otro en la vida de cada una de las personas a las que conocemos. Para unas estamos en primer plano, o incluso por delante de ellas, para otras somos el segundo plato, el suplente o al que acudir cuando no hay nadie más en la lista. Y es así. Punto. Ni bueno ni malo. Solo una realidad.

Hay cosas en esta vida que no se pueden decir. Pero ni falta que hacen. Todos las sabemos o al menos deberíamos. Las verdades están muy bien, pero hay algunas que si las dices pueden ocasionar mayores problemas, y cuando van dirigidas a esas personas que no están en línea preferente… ¿merecen la pena? Además, a la hora de la verdad nadie se va a atrever a decirlas (falta la confianza que sí hay ante un verdadero amigo) y las suplantará con palabras políticamente correctas, pero vacías y que en el fondo son la mentira más grande. Conclusión, para decir verdades a medias, y hacernos creer que somos más amigos de lo que lo somos en realidad, dejar las cosas como están. Si ya todos lo sabemos, no hay razón para seguir fingiendo.

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No pretendo dar a entender que hay que tener enemigos. Esos vendrán solos y cuando menos te lo esperas. Pero seamos honestos, y no con todo el mundo nos vamos a poder llevar a las mil maravillas. De lo contrario, menudo juego más aburrido esto de de la vida ¿no?

Cosa de un día

El número siete es un número que me acompaña desde que nací. Pero aún así no puedo decir que me guste, así como aquellos números que se forman con la ayuda de éste. Aunque igual debería prestarles atención. Yo no soy muy de supersticiones, ni tampoco creo mucho en la suerte, pero últimamente hay un número que igual me quiere decir algo.

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Hace justo un mes (fíjate en la fecha de hoy y ya irás viendo por donde quiero ir), empecé una nueva etapa. Inesperada. Más como vía de escape que como algo que estuviera buscando. Pero ese tren llegó y había que cogerlo. Ya habría tiempo de bajarse si fuera necesario, pero lo cierto es que estoy muy a gusto en él, y de momento me quedo todo lo que dure el viaje.

Treinta (o treinta y un) días después vuelvo a empezar otro viaje. Un camino totalmente distinto, paralelo, pero que de algún modo ya estaba esperando. No sé cómo me irá. Me da miedo pensar que al tener mayores expectativas, al ser algo más querido, no me salga tan bien como lo anterior. Es lo bueno de no esperar nada, que todo va a mejor. El problema es cuando lo deseas todo y nadie te asegura que vayas a conseguirlo.

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No es mi sueño ideal, pero tampoco me gusta ser avariciosa, y mucho menos impaciente. Creo que es un buen comienzo. Desde abajo, para subir peldaño a peldaño a buen ritmo, sin prisa pero tampoco sin pausa. Las ganas no me faltan, y eso hará que cada día crezca un poco y saque algo bueno. Eso no lo dudo.

Aún recuerdo mi primer día (normal, no fue hace tanto) de la aventura que ya comencé. Tenía nervios, sentía incertidumbre y dudaba de que fuera a ser capaz de hacerlo. Pero aquí estoy un tiempo después totalmente hecha al ambiente. Ahora vuelvo a sentir lo mismo. Solo espero que el resultado siga el mismo camino, o incluso mejor, que para eso se supone que estoy mejor preparada. Y llevaba tiempo buscándolo.

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Dos oportunidades. Tanto la inesperada como la más deseada son compatibles. Eso es lo mejor de todo. La primera, solamente un mes mayor que la siguiente. Ni un día más ni un día menos. No sé si será casualidad, o simplemente que las semillas que planté y que he regado cuidadosamente ya están empezando a dar sus frutos. Pero está claro que las cosas empiezan a salir bien. Igual es cosa del número 17, y aunque me cueste aceptarlo, tendré que prestarle más atención. Por si acaso, estaré al tanto de este día en el último mes del año.

(Casi) nada

Nada. Eso es lo que siento cuando oigo su nombre, cada vez que lo veo o cuando alguien se refiere a él. Nada es lo que queda entre nosotros a pesar de que un día hubo algo. Aunque tampoco fuera mucho. Nada…

¿O debería decir casi nada? Porque a pesar de que ya no hay fuertes rencores, y menos odio, a pesar de que ya no hay amor, las cenizas que un día fueron fuego siguen revoloteando por algún lado. Son insignificantes, tan ligeras que una vez que todas las llamas se convirtieron en ese polvo gris emprendieron vuelo a lo largo y ancho de eso que llamamos atmosfera, pero los vientos que las empujan de un lado hacia otro puede que no las alejen del todo, y a veces vuelven. Como una mota que cae en tu ojo, tan molesta, hasta que consigues sacarla de ahí.

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El perdón nos hace pasar página, dejar atrás un momento doloroso al que no queremos volver, pero si la memoria no nos falla, esto último es cuestionable. Pasa pocas veces, pero lo hace. Parte de esas cenizas vuelven a ti. Y ahí te das cuentas que a pesar de que el final del libro no permitía ningún tipo de secuela, entre sus páginas podrían haberse añadido frases, párrafos, que igual habrían cambiado el final, o quizá hacer que se entendiera mejor. Es eso que solemos traducir en esas míticas preguntas como: ¿y si hubiera actuado de otra forma?, ¿y el habernos conocido en otro momento, habría cambiado las cosas? ¿por qué conmigo no era así? ¿o no hacía eso?, ¿Por qué con ella sí y conmigo no?…

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Son esos momentos de reflexión que aparecen de repente para descolocarte por un momento. Tienes claro que lo pasado, pasado está, pero un día sufriste, mucho, por alguien al que quisiste hace un tiempo y ya hoy parece que no queda nada de aquello. Casi nada. Porque siempre habrá cosas en el tintero por decirse, por preguntarse, e incluso reprocharse. Sí. Las espinitas clavadas hay que sacarlas y a veces son tan pequeñas que nunca llegamos a encontrarlas para tirar de ellas, y deshacernos de una vez por todas del asunto.

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Aún así, puedo vivir tranquila, feliz y segura de saber que está superado. Ahora bien, decir nada es, y seguirá siendo, decir mucho.

La respuesta

Te levantas y solo piensas en ello. Antes casi de que las legañas te permitan abrir mínimamente los ojos, e incluso antes de que el primer haz de luz del día te haya dado los buenos días (de esa manera tan “agradable” que le caracteriza), estarás buscando si hay alguna señal de su existencia. Pero pronto ves que no.

El día ya no empieza tan bien como te gustaría, pero aún quedan 24 largas horas por delante, con lo que a pesar de que se hace un poco más duro, consigues levantarte de la cama. Aún hay esperanza, mucha.

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No sabes muy bien a través de qué vía te llegará esa señal tan deseada. ¿Será una llamada? ¿Un mensaje (se entiende que hoy día sería un WhatsApp, sin duda)? ¿Quizá tengas un nuevo email? ¿Por paloma mensajera? Casi mejor no distraerse mucho, no vaya a ser que llegue en el único momento que estemos despistados y hayamos perdido una gran oportunidad. Puede que la única.

Pero el día pasa, revisas todos esos medios a través del cual te puede llegar eso que quieres oír, leer… y nada. Ni rastro. Aún no desesperas porque al sol le quedan aún horas de trabajo en este lado del planeta pero tu entusiasmo y esa fe que por la mañana te sobraban empiezan a decaer en picado. Ya deberías tener tu respuesta, es lo justo, pero brilla por su ausencia.

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Ahora toca preguntarse el por qué. ¿Hice algo mal? ¿Acaso hay alguien mejor que yo? ¿Di todo lo que estaba en mi mano para conseguir lo que quería? No te molestes. Para. Déjalo, en serio. Igual nunca conozcas las respuestas.

A estas alturas has pasado por todas las etapas. Has visto el vaso medio lleno y creías en la paz en el mundo, pero poco a poco te has vuelto realista para no acabar como en el cuento de La lechera y esto te ha llevado a no diferenciar más allá del negro y el gris marengo. Y el día se acaba. Ya no son horas para que nadie te diga nada. Supongo que mañana será otro día, porque lo que es hoy sigues en las mismas.

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 De nuevo por la mañana. Tu desesperación es tal que ya todo empieza a darte igual. Sólo quieres la respuesta. Ya sea para bien o para mal.

Son solo ficción

No soy psicóloga, ni pedagoga… y no sé cuál es la mejor educación que debemos recibir en la infancia, ni cuál es la mejor forma de vivirla. Sólo sé cómo fue la mía: feliz. Y gracias a ella me he convertido en lo que soy hoy. Y no está tan mal. Vale, he cometido errores, muchos, he hecho cosas que no debería haber hecho y dejado de hacer unas cuantas que tendrían que haber estado en los primeros puesto de mi lista de la vida, pero también soy humana.

No sé si hubiera sido mejor o peor si las cosas hubieran sido de otro modo, pero mi niñez a día de hoy no tendría sentido sin recordar ese día en el que se me rompió la caja de mi VHS de La Cenicienta. Tampoco podría olvidarme ya de que ésta, junto a Blancanieves, fueron de las primeras películas que tuve en mí poder. O que la Bella y la Bestia fue la primera película que fui a ver al cine. Yo no sería la misma si no me hubiera pasado años cantando “eres tú mi príncipe azul que yo soñé”. Pero eso no quiere decir que ése haya sido el lema de mi vida.

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Yo he nacido, he crecido y me he divertido juntándome con mis primos a ver todas las películas Disney, esas que tienen princesas, cuentos que nunca se harán realidad e historias que nos llenan la cabeza de pájaros que un día tomarán el vuelo. Y aquí estoy, bien crecidita y sin ningún trauma por el que lamentarme.

Dicen que las princesas Disney han hecho mucho daño. Y reconozco que muchos de los argumentos que se dan como justificación a ello pueden tener cabida en mis ideales. Pero luego me miro a mí, y yo no quiero ser la protegida de nadie, ni quiero ser rescatada por un apuesto príncipe porque yo no me sé sacar las castañas del fuego. Ni quiero vivir en un mundo ideal en el que mi única preocupación sea entonar bien una canción melosa.

Yo quiero tener mi propia vida, profesional y personal. Quiero ser autosuficiente económica y sentimentalmente. Quiero ser una chica del siglo en el que vivo y no sentirme inferior a nadie. Y aún así, en su día, fui feliz viendo a La Sirenita o a Pocahontas.

Creo que mi generación y la que me rodea podemos sentirnos orgullosas de saber que las riendas de nuestras vidas son nuestras, y de nadie más. Somos esas generaciones que se sienten con poder de decisión y de opinar a micrófono abierto. Y todas hemos querido ser alguna vez Bella o Jasmine, o al menos yo (por eso de no generalizar).

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Haber crecido rodeada de toda esta fantasía no me ha hecho no saber lo que es el respeto, o la importancia de la igualdad entre géneros y razas. Porque por suerte, he recibido una educación, aparte de lo que veía en la caja tonta, que me ha hecho saber que no hay nadie por encima de nadie, ni que un día encontraré un príncipe azul con el que viviré en un gran castillo, feliz y sin preocupaciones, y encima sin tener que pagar una hipoteca.

Entonces me pregunto, ¿el problema está en esas películas? ¿Son esas princesas las culpables de que no hayamos crecido con unos valores adecuados? Igual es darle una responsabilidad que ataña más a seres de carne y hueso, y no simples personajes de ficción. Porque al fin y al cabo, son solo eso ¿no?

Reordenando

Llevaba tiempo sin entrar en mi habitación de siempre, por lo que muchas cosas en ella habían cambiado. Faltaba todo aquello que me había llevado conmigo, pero no todos los huecos que éstas habían dejado seguían libres, esperando que algún día fueran a ser ocupadas por sus dueños de toda la vida. Habían sido sustituidas por otras tantas, que se habían acomodado, pero que en el fondo sabían que en algún momento tendrían que volver a ese lugar de donde un día se habían ido, o ir en busca de uno nuevo al que refugiarse.

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Mi presencia descolocó la nueva rutina. Pensé que podía llegar y organizarlo todo para que volviera a estar como antes. Todo en su lugar sin excepción. Pero no fue así, las cosas habían cambiado y aunque gran parte del orden seguía dependiendo de mí, yo también debía aceptar lo nuevo. Muchas cosas recuperaron su sitio, por supuesto. Estaban allí colocadas desde hace mucho tiempo, ese era su lugar perfecto y no tenía sentido ponerlas en otro cuando allí eran felices y no molestaban a nadie. Pero había otras que no tenían un sitio muy definido y al ver que las nuevas inquilinas las habían sustituido cumpliendo un buen papel, no era justo echarlas de la noche a la mañana.  Conclusión, busqué un nuevo lugar para todo aquello que, como el que se va a Sevilla, perdió su silla.

No es que me pudiera permitir el lujo de derrochar, con lo que al tener que recolocar todas esas cosas en sitios nuevos, había que deshacerse de otras tantas. Esas cosas que acumulas y acumulas pensando que un día te van a hacer falta, pero que en realidad sólo sirven para que cada día estés más cerca de sufrir un serio síndrome de Diógenes. Tenía que ser fuerte, y dejar atrás todo tipo de sentimentalismos y deshacerme de todo aquello que un día sirvió para mucho pero que hoy no hace más que acumular polvo. Debía recordar que había cosas nuevas que vinieron cuando yo no estaba y ahora no se las puede echar como si nada, así que había que intentar llegar a convivir juntos (pero que no revueltos). El esfuerzo por parte de todos era imprescindible, pero siempre que hubiera predisposición se podía conseguir.

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Y es que no solo lo viejo debía acomodarse al nuevo lugar y a la convivencia con lo que se encontraron por el camino. Ahora me tocaba añadir todo lo nuevo, lo nuevo de verdad. Aquello que no había ocupado nunca antes otro lugar, ni era conocido por nadie, pero venía para quedarse, y para ocupar el sitio merecido. Y también lo conseguí.

Parece que con un arreglo aquí y otro allá mi habitación, ¿estaba hablando de ella, verdad?, ya está reordenada.

Carta a una estación

Querido otoño:

Este año te has hecho el remolón. Pero ya estás aquí y has llegado en tu esencia más pura. Ya no hay veranillos de San Miguel que valgan, estás aquí con ese entretiempo que te caracteriza y que nos hace a todos los mortales pararnos ante el armario más tiempo de lo normal, porque contigo, y estos cambios de temperatura, es difícil acertar.

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Sentada en mi sillón, con mi café y manta en mano, y escuchando el sonido de la lluvia caer contra mi ventana, mi inspiración de hoy sólo me deja hueco para hablar de ti. Y mira que he intentado hacerlo de otra cosa, pero no he podido enlazar más de dos frases en el doble de tiempo que hasta ahora te he dedicado a ti. Y contigo ya voy camino del tercer párrafo.

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Sueno repetitiva, lo sé, y me arriesgo a decir que en estos días el número de enlaces en Google en los que aparece tu nombre se han triplicado. Y es curioso, porque pocos de los textos que hablen de ti dirán que tú eres su estación favorita, yo incluida. Y eso que me viste nacer. Aun así, no sé si será ese cielo gris que nos entristece, el ruido inconfundible del llanto de las nubes o el sonido de las hojas que caen y revolotean antes de tocar el suelo, pero lo cierto es que eres una gran musa.

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Supongo que el hecho de que sea domingo y de que haya tenido una semana de lo más activa, haga que no me importe pasarme el día encerrada en casa, pensando sólo en ti. Pensando en que pronto harás los días más cortos y las noches más largas, que las luces de los coches se encenderán mucho antes para iluminarnos el camino de vuelta a casa y que los paraguas y las katiuskas han venido para quedarse por una temporada.

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Querido otoño, otro año más llegas con tu gama de colores marrones, rojizos y ocres. Con ese olor a tierra y hoja mojada. De nuevo llegas llenando las calles de charcos para hacer felices a los niños y volvernos locas a las que tenemos el pelo rizado. Querido otoño, una vez más, llegas para avisarnos de que tras de ti acecha el frío y temido invierno…

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Un saludo.

Posdata: solo me queda darte las gracias por ser mi musa de esta tarde y si me queda hueco para pedirte un deseo, que tus tardes como éstas sigan siendo de inspiración de nuevas cartas.